No puedes imaginarnos

“Nosotros” es una palabra rara: La usas de la misma manera, bien si te refieres a que realizas la acción junto con otra persona, o bien si la haces con un millar. 

Pero tanta flexibilidad no viene gratis: Tu identidad como ser social se desconecta de la realidad cuando el tamaño del colectivo al que te refieres cruza un umbral. 

El resultado es que gracias al lenguaje creamos y vivimos en mundos pequeños, incapaces de asimilar una realidad mucho más grande, gigantesca, y en la que habitan miles de millones de personas. 

Lenguaje e identidad, neurología y soledad, todo se mezcla en esta nueva entrada para el nuevo año, después de un silencio de muchos meses.

Las mega-tribus de nuestros tiempos

Una faceta extraordinaria de la identidad humana es la que surge a partir de su relación con enormes grupos de personas. Aunque como especie nos hemos acostumbrado por cientos de miles de años a pertenecer a colectivos humanos, el sentido de arraigo a grupos que cuentan en los millares seguramente es muy reciente.

A la casi totalidad de las personas que nacen en nuestros tiempos se les asigna automáticamente la nacionalidad de algún país, y con ello la membrecía a un grupo que puede consistir entre cien mil (si naciste en Micronesia) y mil quinientos millones de personas (si naciste en China). Esta asignación seguramente es una de más determinantes en el tipo de vida que tienes, junto con el tipo de material genético que heredaste, y la posición socioeconómica en la que naciste, y por lo tanto juega un papel fundamental en la manera como moldeas tu identidad. Desde que eres infante tienes noción de pertenencia, no solo a una tribu de algunas decenas de personas que pueden constituir tu familia, sino a una ciudad o un país que cuenta con cientos de miles o millones de personas.

Pero la nacionalidad no es la única pertenencia que tenemos a grupos enormes. Nuestros tiempos vienen con una cantidad de posibles afiliaciones a grupos que son tan o más grandes que países enteros: los fanáticos de algún club de futbol, los usuarios de un determinado tipo de celular, los seguidores de una banda de pop coreano. Aunque un poco más informales que los vínculos que forman las nacionalidades, todos estos grupos contribuyen a esculpir la identidad del individuo al mismo tiempo que lo sumergen en una gigante masa homogénea formada por sus correligionarios. Russel Brand – actor cómico convertido ahora en celebridad de teorías conspiradoras – saluda a los más de cinco millones de suscriptores de su canal de YouTube como si de una familia se tratase: “Hola a todos los 5.6 millones de maravillosas personas que han despertado. Todos juntos, nosotros, viajamos hacia la verdad. Claro, dando traspiés, cayéndonos, y en algunas ocasiones perdiéndonos, pero sabiendo en nuestro corazón que estamos mejorando”.

La pertenencia a un grupo nos puede dar beneficios prácticos y emocionales. Cuando mi iPhone se queda sin batería, me beneficio si tengo cerca algún otro entusiasta de los productos Apple que me pueda prestar un cable para cargar. Y cuando el equipo de futbol de Colombia mete un gol, mis niveles de dopamina suben hasta el techo. Pero sería ingenuo no reconocer que la pertenencia a esos grupos enormes también esconde la causa de los nacionalismos, y la exclusión sistemática de pueblos enteros. Decidir si los beneficios contrarrestan los perjuicios va mucho más allá de mi conocimiento, o de lo que pretendo abordar en este texto.

La infinita maleabilidad de nosotros

Sin embargo, he observado un elemento de tensión en la manera como manifestamos nuestra pertenencia a estas mega-tribus que me intriga y que he decidido explorar. Lo noté por primera vez hace algunos meses cuando veía un episodio del programa de entrevistas Mesa Capital, en el que se discutía las elecciones presidenciales de Colombia de 2022. En algún momento, la conductora del programa (Carolina Sanín) señalaba con entusiasmo a su invitada (Cecilia López) la importancia de lo que estaba en juego: “¡Nosotros tenemos el poder, nosotros elegimos al presidente!”.

La frase no tiene ningún misterio – al menos no en una primera lectura. Sanín, junto con el resto de los colombianos, formaba aquel grupo llamado “nosotros”, el único grupo que tenía tal poder, el único que podía elegir. Usar cualquiera de los otros cinco pronombres hubiera dado pie a una confusión o simplemente a un error (¿“ella tiene el poder”? ¿“ellos eligen”?). No, la única frase sin ambigüedad que Sanín podía decir era esa. Solo “nosotros tenemos el poder, nosotros elegimos al presidente”.

Pero por otra parte la frase ejemplifica el poder fantástico de la primera persona del plural: Ese “nosotros” se refiere a un grupo de aproximadamente 39 millones de personas, el censo electoral colombiano.

Fue solo hasta ese momento, viendo ese programa de entrevistas, que caí en cuenta de la infinita flexibilidad que tiene ese inocente pronombre con sus sencillas reglas de conjugación. Y desde entonces no he dejado de pensar en sus misterios.

La misma palabra que uso para referir una acción que hago junto con otra persona (“nosotros jugamos squash”) la puedo usar para describir la acción que ejecuto con todo un país. Y si lo quisiera, esta palabra mágica me permite cobijar el planeta entero, porque “nosotros – los humanos del comienzo del siglo XXI – ponemos en peligro la vida en el planeta con nuestras emisiones de CO2”.

Por supuesto, los otros dos plurales, “ustedes” y “ellos”, también gozan de esa ilimitada capacidad y pueden contener con la misma facilidad tanto a dos personas como a una infinidad. Pero lo que hace especial al “nosotros” es que es el único pronombre en el que se funden dos tipos de realidades profundamente antagónicas, la subjetividad del “yo” con la experiencia insondable del “ellos”. De esa manera, cuando se conjuga el “nosotros” se crea una especial de minotauro, una bestia que mezcla dos tipos de seres que nada tienen que ver el uno con el otro.

La trivialidad con la que se usa la primera persona del plural seguramente esconde tal sutileza. Sin embargo, ¿será que nuestra identidad se mantiene siempre inamovible cuando nos conjugamos en “nosotros”, bien sea que el grupo al que nos fusionamos tiene un par de personas, o bien sea que tenga un millar?

Identidad vs Acción

Planteo lo siguiente: La identidad del individuo como agente que ejecuta una acción, y el impacto real de la acción misma divergen a medida que incluyes más personas en el grupo cobijado por el pronombre “nosotros”.

Comienzo con la parte del “impacto real de la acción”, que es tal vez la más evidente. A medida que aumenta el número de personas cobijadas por el “nosotros”, el impacto de la acción individual se va diluyendo. Esto lo sabe cualquiera que haya trabajado en grupo en el colegio o la universidad, usualmente hay un umbral a partir del cual cada persona extra que se agrega contribuye muy marginalmente al resultado final.

No que eso signifique que la contribución individual sea despreciable o que esta no haya requerido sacrificios personales. Si fuiste uno de los miles de esclavos que construyo las pirámides de Egipto, o uno de los miles de ingenieros que llevaron el hombre a la luna, seguramente darás fe de las penurias por las que pasaste. Sin embargo, suponiendo que todos los que participaron de la acción contribuyeron más o menos en la misma proporción de acuerdo con sus posibilidades, tu porción de autoría equivale a una fracción inversamente proporcional al número de personas que están en el grupo. Si eres parte de un equipo de tres personas, más o menos la tercera parte de la acción total se debe a ti; si acaso son cien personas, la centésima parte es gracias a ti.

Eso que llamo “el impacto” está fuera de tu experiencia subjetiva, corresponde a una realidad externa que puede ser medida por los demás. Y específicamente ese impacto es fungible, en el sentido que puede ser combinado con sumas y restas con el impacto de los otros. Esto no es un juicio moral sino una realidad aritmética.

La otra parte de mi planteamiento tiene que ver con eso que llamo “identidad”, esto es, la imagen que formas en tu mente sobre quién eres, qué estás haciendo, y cuál es tu papel en la historia colectiva. La identidad es fundamentalmente una lectura subjetiva de elementos dispersos que habitan en la realidad objetiva: Cómo percibes tu apariencia física, tu personalidad, tus habilidades, tu posición en la sociedad, tus valores y tus metas.

Mi postulado es, pues, que la manera cómo construyes esa identidad, como miembro de un grupo de personas, diverge del rol que realmente juegas a medida que el grupo de personas crece: Tú percibes que el papel que tienes es mucho más importante de lo que realmente es.

Y creo que este fenómeno surge porque nuestro sentido de pertenencia no es tan sensible como para identificar con precisión el tamaño del grupo en el que estamos sumergidos. ¿Es la experiencia de tu trabajo significativamente diferente si estás en un grupo de 10 personas o de 15 personas? Aunque en el segundo hay 50% más de personas, y por lo tanto tu contribución neta ha decrecido en un tercio, es posible que la lectura subjetiva de quién eres en ese grupo solo sea marginalmente diferente.

Esta ilusión se acentúa a medida que el grupo es más grande. Tal vez tu experiencia subjetiva cambia un poco si tu grupo de trabajo cambia de 5 a 10 personas. Pero ¿crees que cambiaría en la misma proporción si el tamaño de tu grupo se incrementara de 20 personas a 40 personas? ¿de 200 a 400? ¿o de 2000 a 4000?

Ser parte de un grupo grande y de otro más grande

Mi intuición me dice que, a partir de un cierto número de personas, tu experiencia subjetiva se mantiene más o menos constante.

La población optima de la ciudad ideal de Platón era de 5040 individuos, un número obviamente sacado de la manga, pero que a mí me suena igualmente correcto para postularlo como el umbral a partir del cual tu experiencia subjetiva de ser un ser social perteneciente a un grupo cambia más lentamente. O, en otras palabras, sospecho que no será inmediato percibir ninguna diferencia si tu tribu cuenta con cinco mil personas o cincuenta mil: tu sentido de pertenencia es igual en ambos casos, tu percibes ambos grupos de igual manera.

Las tres universidades en las que estudié tenían poblaciones estudiantiles de diferentes tamaños: La Universidad de los Andes tal vez tendría unos 10 mil alumnos, la universidad de Oxford 25 mil, y la universidad de Utrecht unos 30 mil. En los tres casos me sentí igualmente orgulloso de ser uno de sus miles de alumnos, pero los números eran tan gigantescos que no eran capaces de cambiar mi perspectiva de apego a ninguna de ellas, ni mi sentido de pertenencia era diferente. Lo mismo me pasó en dos empresas en las que he trabajado, sintiéndome igual de pequeño, pero no insignificante en una empresa que tenía 10 mil trabajadores y otra que tenía 80 mil.

Posiblemente, para percibir una diferencia cualitativa de tu experiencia vas a requerir de comparar poblaciones que difieren en ordenes de magnitud: Vivir en un pequeño pueblo de diez mil habitantes seguramente se “siente” diferente a vivir en una ciudad de diez millones.

Lengua e Identidad

La manera como exageramos nuestras propias contribuciones en trabajos grupales ha sido ampliamente documentada en la literatura especializada. Por ejemplo, en cierto estudio en el que se les preguntaba a los miembros de varios grupos de investigadores científicos cual había sido la proporción de su contribución individual al total del trabajo, siempre resultaba que la suma de dichas contribuciones sumaba mucho más del 100%. Un resultado similar arroja otro estudio, en el que se les preguntaba a parejas de casados cual era la contribución individual al total de horas destinadas a los trabajos domésticos, pero que al sumarlas daba más del 100%.

Exagerar nuestras contribuciones y empequeñecer las de los demás es un fenómeno asociado a procesos cognitivos en los que se distorsiona la realidad para mantener nuestra autoestima (lo que se llama en psicología “sesgo de autoservicio”), o se acude a experiencias inmediatas que vienen a la mente cuando se evalúan conceptos o decisiones específicas (“sesgo de disponibilidad”).

El cuestionamiento del que me ocupo en esta entrada cae dentro de esta misma discusión sobre disociaciones mentales en grupos de personas, pero mi énfasis es en el papel que juega el lenguaje en todo esto.

Definitivamente no soy el primero en apuntar los problemas que surgen a partir del uso de los pronombres. Un debate altamente polémico se está dando en nuestros tiempos, a raíz de que hay grupos de personas que encuentran restrictivo o insuficiente las opciones de género que ofrecen los pronombres personales.

En el español, el tratamiento tradicional ha sido el de dividir el género en masculino y femenino. Pero desde los años sesenta, el carácter neutro que tienen los pronombres masculinos (“él”, “ellos”), ha sido objetado por el movimiento feminista, y hoy en día se prefiere usar un lenguaje inclusivo que explicite ambos géneros (“él o ella”, “ellos y ellas”). Más recientemente las personas que no se sienten identificadas ni con el masculino ni con el femenino han abogado por la necesidad de hacer cambios más profundos en el lenguaje para que este les cobije. Así, hay quienes preferirían que se hablara de “elles”, o “ellxs”.

Pero el género no es la única característica de los pronombres, también lo es el número, esto es, la cantidad de personas u objetos que realizan la acción en una frase. Es sobre esta dimensión donde advierto una insuficiencia del lenguaje. La divergencia que describí anteriormente, entre el impacto objetivo y la identidad subjetiva cuando el individuo hace parte de un grupo, se acentúa al tener que recurrir a un pronombre que no logra distinguir entre un grupo de dos, y un grupo de un millón.

Comprimir (con y sin pérdida de información)

Los pronombres cumplen una labor formidable, al permitir comprimir grandes cantidades de información y hacer el lenguaje más eficiente. El poder reemplazar con una sola palabra una lista interminable de nombres específicos seguramente debió constituir una revolución en algún lenguaje primitivo ya olvidado, un terremoto conceptual como tal vez muy pocos se han visto. (¿Y quiénes habrán sido esos visionarios que usaron por primera vez alguna versión del “nosotros”? ¿Habrá ocurrido hace diez mil años, o cien mil? Lamentablemente, soy absolutamente ignorante sobre todo esto.)

Sin embargo, como lo sabrá cualquier ingeniero, cualquier compresión de información conlleva el costo de perder resolución. En muchos casos tal pérdida es despreciable, por ejemplo, cuando guardas una foto en formato JPEG no te das cuenta de que una proporción enorme de datos sobre la posición y color de los pixeles ha sido desechada: Tus ojos no logran detectar que lo que estás viendo es una reconstrucción de la imagen con tan solo el 10% de la información original. Pero una compresión inadecuada puede distorsionar u obstruir complemente el sentido del mensaje, algo que experimentamos cuando nos enfrentamos a una imagen demasiado pixelada.

La compresión que logra el pronombre “nosotros” resulta adecuada en muchas situaciones, seguramente cuando el grupo de personas en cuestión es pequeño. Pero a medida que el tamaño crece los problemas comienzan a ser más notorios. La neurociencia nos ofrece aquí algunas pistas.

El Dr. Amit Almor y sus colegas en la Universidad de Carolina del Sur han estudiado por décadas la actividad neuronal asociada al lenguaje. Analizando decenas de imágenes obtenidas con resonancia magnética, lograron establecer que el cerebro responde a la invocación de cada nombre propio (por ejemplo, “Juan” o “María”) creando y guardando en memoria una representación mental de la persona. Esta representación conjuga simultáneamente información visual y auditiva altamente compleja, y que está asociada de alguna manera a esa persona. Sin embargo, con cada nueva persona que integremos en una frase, el cerebro tendrá que destinar más recursos para almacenar las representaciones individuales de cada uno de ellos.

Los pronombres personales eluden por completo este problema, al liberar todo ese espacio en memoria y aliviar al cerebro de una sobrecarga. El Dr. Almor descubrió que el uso de los pronombres activa incluso áreas del cerebro diferentes a las asociadas tradicionalmente al lenguaje.

“Estamos a merced de nuestro sistema de memoria, que es limitado”, dijo el Dr. Almor en un artículo de Science Daily. “Cuantos más elementos o representaciones tengamos, más esfuerzo debemos invertir para no perder información. Los pronombres nos permiten evitar ese malabarismo en nuestro cerebro. Esperaba encontrar actividad en las áreas clásicas del lenguaje del cerebro, así que me sorprendí al ver actividad en las áreas espaciales. Pero tiene perfecto sentido”.

Los estudios del Dr. Almor me hacen pensar que, aunque el cerebro genera representaciones individuales para cada persona, no es capaz de distinguir diferentes tamaños de plurales. Tal vez si pudiéramos estudiar algunas decenas de cerebros con resonancia magnética, usando los mismos procedimientos que utilizo el Dr. Almor, veríamos que las zonas de activación cuando usamos la palabra “nosotros” varían un poco a medida que incrementamos el número de personas a las que nos referimos, pero que se mantiene exactamente igual después de un cierto umbral.

O, en otras palabras, me atrevo a sugerir que al menos a nivel fisiológico, podemos comprimir la referencia a un grupo de personas solo hasta un cierto número, a partir del cual nuestros cerebros no son capaces de construir modelos mentales diferenciados y adecuados. Simplemente no tenemos la circuitería neuronal para imaginar y hablar de poblaciones con millones de personas.

La consecuencia es que construimos en nuestras cabezas un mundo con un número limitado de personas. Aunque sabemos que somos 8 mil millones quienes habitamos este planeta, vivimos y morimos como si fuéramos tan sólo algunos miles. Y no creo que una posición privilegiada, digamos en la pirámide de poder político planetario, logre cambiar esto: Joe Biden, Vladimir Putin y Xi Jinping toman decisiones en la que sus instintos están calibrados para mundos fundamentalmente más pequeños de los que ellos gobiernan.

La deficiencia del pronombre “nosotros”, por supuesto, no es el único problema que existe en el lenguaje. Existe todo un campo de estudio que busca entender las tensiones entre lo que decimos (el “significante”), lo que queremos decir (el “significado”), y la cosa esa, que existe realmente, y de la que nos estamos refiriendo (el “referente”).

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, decía el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, para quien lenguaje y realidad eran esencialmente lo mismo. Los límites que impone el pronombre “nosotros” son los límites en los que podemos vivir, a pesar de que los tiempos que corren nos sumergen en grupos cuyos tamaños desbordan las capacidades de nuestras mentes.

¿Habrá alguna una solución?

Si el desarrollo del idioma español se decidiera por comité, enviaría una solicitud para que se introdujera más riqueza de número en la primera persona del plural. Claro, la idea no es volverlo imposible de manejar, tan solo sería una cuestión de adicionar algunos pronombres nuevos junto con sus respectivas reglas de conjugación. Por ejemplo, podría haber un nuevo “nosotros” que me cubriera a mí y a un grupo pequeño de personas que conozco muy bien. Otro que hiciera referencia a mí y a un grupo grande de personas, tal vez en el que conozco a muchos de sus integrantes, o tal vez un grupo grande en el que tengo mucha influencia. Y un “nosotros” adicional que reconozca que mi representación en el grupo es demasiado pequeña, algo así como una mezcla de 1% “yo” y 99% “ellos”.

En mi solicitud a ese comité del lenguaje recordaría que el español ya cuenta con diferentes pronombres, que ayudan a hacer una mejor distinción de la persona a la que apuntan. Por ejemplo, los hispanoparlantes tenemos acceso a dos pronombres diferentes para referirnos a la segunda persona del singular: “tu” y “usted”. En este caso lo que cambia es la intención de la frase, “tu” siendo asociado generalmente a un mayor grado de familiaridad y confianza que el “usted”. Ambos pronombres permiten modular la experiencia con mayor precisión, reconciliando más eficazmente nuestra identidad con la realidad externa.

También citaría la existencia de otros idiomas que exhiben una mayor riqueza en el número gramatical. Por ejemplo, el irlandés, el lituano y el esloveno tienen un plural específico para referirse a dos personas, y otro para cuando hay tres o más. Las lenguas oceánicas mussau, raga y aneityum distinguen números con exactamente tres personas. En ruso, el genitivo singular se aplica también para cuando hay dos, tres, o cuatro personas – más no cinco o más. Y en las lenguas hopi, walpiri y fiyiano existe el número paucal, un plural exclusivo para denotar que el grupo es pequeño y no grande.

Afortunadamente, ninguna lengua se decide por comité. Los idiomas no se construyen siguiendo normas racionales escritas en piedra, sino que evolucionan a medida que sus hablantes se exponen a nuevas realidades y adoptan nuevos valores. En el español, parecería que hay una tendencia a simplificar la lengua, a hacerlo más eficiente, y por lo tanto incorporar nuevos pronombres que mejoren nuestra experiencia de pluralidad no está en la lista de prioridades de nadie.

Sin embargo, hacer cambios tan profundos al español no es necesario para resolver el problema del que me he ocupado en este escrito. La contribución más importante de hacer nuestro lenguaje más incluyente no ha sido ganar precisión para distinguir a las mujeres de los hombres, sino más bien hacernos más cuidadosos con lo que decimos, forzándonos a admitir que la realidad no es tan restringida como nos lo hace creer las fronteras del lenguaje.

De la misma manera, tal vez tan solo basta que nos volvamos un poco más cuidados cuando usamos “nosotros”, reconociendo que hay una disociación entre el mundo interno que habitamos y con el que nos identificamos, y lo que ocurre en la realidad exterior. Advertir de esta trampa se vuelve particularmente crítico en tiempos en que gobernantes e “influencers” buscan exacerbar la ilusión de que en su radar eres más prominente de lo que realmente eres.

Nuestra soledad en una multitud

Jorge Luis Borges negaba la pluralidad y colapsaba toda la experiencia humana en la total subjetividad de una sola mente: “Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra”. Pero su posición de extremo idealismo nos deja abandonados, presas de la más descarnada soledad: “Hablo del único, del uno, del que siempre está solo”.

Mi reflexión sobre la lengua y el “nosotros” apunta en la dirección exactamente opuesta, reconociendo y ensalzando la pluralidad de otras subjetividades cuando se combinan con la mía. Pero no sin sorpresa, descubro que yo también llego a la soledad, tal vez por otro camino. Es una de naturaleza diferente, aquella que se siente entre una multitud.

Porque cuando te resistes a creer la ilusión de que somos unos pocos, en los que tu papel es principal, abres los ojos y te das cuenta de que la fuerza del “nosotros” pulveriza la acción del yo. No es que seas uno solo: es que no eres casi nadie.

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