Alguien está a cargo

La posibilidad de organizarnos socialmente para progresar en este planeta sin la necesidad de estructuras jerárquicas y centralizadas puede resultar muy extraña, casi anti-natural. Pero llevamos ya algunas décadas viendo el surgimiento de alternativas a los modelos tradicionales de producción, basadas en la colaboración y la descentralización.

Yo espero que en este siglo esos ejemplos se multipliquen y le planten un desafío existencial a muchas de esas venerables instituciones en las que se concentra el poder y vive el Leviatán.

Vladimir nos recuerda que el horror no necesita de la sorpresa.

Después de tener sus tropas, sus tanques y sus helicópteros parqueados por semanas en las fronteras ucranianas, la invasión demencial de Putin no tomó a nadie por sorpresa. Como si estuviéramos recreando una versión bélica de “Esperando a Godot”, cada día que pasaba a comienzos de este año parecía atrapado en el tiempo, la razón de ser de todos en este planeta determinada por la agonizante espera de si la bota de un hombre pisaba el otro lado de una línea trazada en la tierra. Hasta que un jueves cualquiera nos despertamos y leemos que la espera ha acabado. Comienza el desmadre del ejercito ruso, su crueldad se desparrama por las estepas congeladas, todo al este de los pies del monte Goverla se cubre de sangre. Es horror, pero no fue sorpresa.

Es un triunfo de la inteligencia militar que la invasión rusa hubiera sido anunciada con precisión de relojero, algo que al New York Times no se le escapó: “They got the timing of [Putin’s] invasion right almost to the hour”, escribió el diario gringo en un extenso artículo de primera página al día siguiente de que comenzara la guerra, titulado agridulcemente “Accurate US intelligence did not stop Putin, but it gave Biden big advantages”. Un vaso con una gota de agua también era un vaso medio lleno.

Pero no me parqueo en el cinismo. Definitivamente hubo ventajas reales y buenas de que esta crónica de muerte haya por lo menos sido anunciada. Y que la inteligencia haya sido efectiva en esta ocasión contrasta con esas muchas otras veces en las que brilló por su ausencia (el 9/11, el 11M, el 7/7,…) o su complicidad (Iraq, Afganistán,…).

En esto de la invasión rusa a Ucrania, el éxito de la inteligencia no fue exclusivo de los ejércitos de la OTAN, también lo fue de los observadores civiles. Por meses, periodistas, académicos, investigadores, activistas, e incluso aficionados, estuvieron analizando una creciente pila de información que dibujaba día a día los diabólicos planes de Putin. Lo peculiar es que dicha información es de dominio público, obtenida por individuos y organizaciones no militares, muchas veces recogida de manera orgánica, no sistematizada.

En algunas ocasiones las fuentes provenían de personas comunes y corrientes que, admiradas de ver, por ejemplo, que una formación de tanques avanzaba por una autopista o que una escuadra de helicópteros surcaba los cielos en la madrugada, grababan videos en sus celulares y los subían a Twitter o TikTok. En otras ocasiones, las fuentes venían de empresas del sector privado que tomaban imágenes satelitales de remotas regiones en Ucrania y Rusia, y las ofrecían a medios de comunicación, universidades o think-tanks. Este maremágnum digital era luego recogido, analizado y reinterpretado por miles de personas que seguían el conflicto desde todas partes del mundo, y reinyectaban sus hallazgos en la conversación pública.

¿Quién coordinaba todos estos esfuerzos? ¿Quién decidía que terreno monitorear, qué fotos satelitales tomar, en qué vehículos militares enfocarse? O sencillamente, ¿quién estaba a cargo?

La respuesta a la vez obvia y a la vez sorprendente es que nadie lo estaba. Si tradicionalmente es el jefe de la CIA, o del MI6 o del Mossad de quien depende en últimas la recolección y generación de inteligencia, ahora la responsabilidad recaía en todos sin depender en últimas de nadie.

Esta forma de hacer inteligencia militar se conoce como Open Source Ingelligence (OSINT) y desde hace algunos años lleva aglutinando esfuerzos y demostrando sus capacidades. The Economist resaltaba en su articulo “A new era of transparent warfare beckons” cómo la OSINT convertía la actual invasión en Ucrania en el conflicto bélico más transparente de todos los que han ocurrido hasta ahora en este planeta. Y concedía que, aunque aún era tan solo una fracción pequeña sobre la que la OSINT podía arrojar algo de luz, esta era una fracción libre de los caprichos de los gobiernos y sus máquinas de guerra, una situación que nunca se había visto durante los miles de años que llevamos los humanos matándonos en los campos de batalla.

Lo de “open-source” hace referencia al movimiento del mismo nombre, que nació alrededor de ideales de cómo desarrollar software de manera colectiva, pero que ha evolucionado hasta convertirse en una filosofía de producción general, basada en el trabajo descentralizado y colaborativo. En “open-source”, la red de colaboradores se auto organiza para producir, revisar y evaluar los contenidos de todos a la vez. Aunque no hay nadie a cargo, los esfuerzos individuales logran alinearse y avanzar en la misma dirección.

Podría parecer que esta alternativa a la manera como usualmente hacemos las cosas no es sostenible, y que tarde o temprano la organización descentralizada termina colapsando. Se podría pensar que estos movimientos de “open-source” son efímeros y no tienen futuro. Tal lectura, sin embargo, no podría estar más errada: El surgimiento de colectivos descentralizados que se oponen a las estructuras clásicas de producción centralizada puede ser una de las revoluciones más fundamentales de las que se han ocurrido en mucho tiempo, una que tal vez puede definir el mundo en el Siglo XXI.

“Open-source” por todas partes

Jamás se me hubiera pasado por la cabeza que la inteligencia militar fuera una actividad que se pudiera descentralizar. Por su propia naturaleza, hacer inteligencia se beneficia del las sombras y la clandestinidad, su recolección reviste de grandes peligros, su análisis exige pericia, habilidad y experiencia. Los espías en las novelas de John Le Carré son los héroes llamados a desentrañar los secretos del enemigo, no la gente del común.

Pero el surgimiento de la OSINT es solo un ejemplo más de la tendencia global en las últimas décadas a descentralizar procesos de producción. Esta tendencia esta revirtiendo esas estructuras tradicionales en las que nos organizamos y las cuales, al haber estado ancladas en nuestras sociedades desde tiempos inmemoriales, han adquirido esta aura de ser inevitables. A la hora de resolver problemas colectivamente nos resulta de los más natural establecer una arquitectura centralizada y jerárquica, en la que una unidad principal concentra los recursos para tomar decisiones y tiene la autoridad para coordinar el trabajo que deben seguir las unidades subordinadas.

No es capricho que nos guste esa disposición centralizada para organizarnos, después de todo, las ramas ejecutivas de los gobiernos, los ejércitos y las corporaciones han demostrado por mucho tiempo que esta es una configuración llena de beneficios. Una serie de objetivos precisos y medibles incorporados dentro de una jerarquía clara determina inequívocamente la responsabilidad de cada miembro del grupo. Cuando un individuo o una unidad comete un error, este sistema prende alarmas que, en teoría, deberían permitir identificarlo y corregirlo rápidamente. En un mundo habitado por ángeles, este sistema debería ser capaz de transmitir el error a través de la cadena de responsabilidad hasta el responsable supremo – el presidente, el general, el CEO – incluso si esto significara su remoción.

Hasta hace veinte años la publicación de una enciclopedia solo podía ser concebida dentro una organización centralizada y jerárquica, como lo era la venerable Encyclopædia Britannica, Inc, compañía fundada en Edimburgo en 1768. Pero la llegada de Wikipedia, con su red descentralizada de autores, supuso un replanteamiento fundamental del negocio de encapsular y transmitir conocimiento erudito a las masas. Algo similar y con diferentes grados de impacto ocurrió con la producción de software, la distribución de música, la generación de contenido de entretenimiento, el desarrollo de investigaciones científicas, el comercio de bienes de segunda mano, y los servicios de comunicación. La lista no hace sino crecer.

Nuestras sociedades están atravesadas por toda suerte de instituciones públicas y privadas que sirven de garantes para muchas de las actividades que suceden dentro de ellas – muchas, pero no todas. Dos excepciones brillan por su ubicuidad y dominio: El mercado e Internet. Los actuales esfuerzos para descentralizar nuestros modos de producción lanzan su ataque a las instituciones que concentran el poder sobre el resto de los ámbitos sociales. Y cualquier reto sostenido al status quo y a las estructuras que concentran el poder supone necesariamente una revolución.

Al final de cuentas, es un asunto político

El espectro político es esencialmente un sistema de coordenadas que permite ubicar nuestras preferencias de cómo organizar la sociedad con respecto a las preferencias que tienen los demás. Sobre ese espectro, la izquierda y la derecha se han planteado desde la revolución francesa como las dos direcciones opuestas de su eje fundamental, uno al que se proyectan tanto gobiernos como ciudadanos.

Durante el Siglo XX la distinción entre izquierda y derecha resultaba de lo más apropiada para describir proyectos políticos, pero en nuestros tiempos pensar todo exclusivamente en esa dimensión resulta insuficiente. El psicólogo Hans Eysenck propuso complementar el espectro político con un eje que hoy en día se representa como “autoritarismo-libertarismo”, en base a las preferencias que se tengan sobre la obediencia a la autoridad vs las libertades personales. Ejércitos de politólogos han propuesto un sinfín de categorías adicionales.

Yo creo que nuestra preferencia sobre las arquitecturas sociales que empleamos para resolver problemas ofrece una dimensión adicional para complementar aquel espectro, contribuyendo a esclarecer nuestro propio pensamiento político y el de los demás. Creo que nuestra predilección por estructuras centralizadas o descentralizadas captura de una manera más nítida la posición real que tenemos sobre ciertas cuestiones económicas y sociales.

Hay algo que parecería paradójico en la manera como la izquierda y la derecha perciben la centralización. Por una parte, la izquierda hace énfasis en la igualdad social, pero tradicionalmente ha favorecido estructuras centralizadas para lograr sus objetivos. La Unión Soviética, tal vez la sociedad que mas avanzó en implementar un programa socialista en el planeta, giraba alrededor de sus planes quinquenales y su Gosplan. Y aún hoy en día uno reconoce la ilusión que tienen muchos partidos de izquierda por desarrollar instituciones y estructuras centralizadas que organicen la sociedad. Esta afinidad por el centralismo no es casualidad: la consecución de la igualdad implica tener de alguna manera una visión global de la sociedad, y la capacidad para intervenir en cualquier aspecto para corregir desviaciones.

Por otra parte, la derecha, con su énfasis en sociedades jerárquicas, nacionalismo y tradición parecería entrar en contradicción cuando favorece gobiernos menos intervencionistas y eleva al mercado como arquetipo de la organización social. Pero es que el carácter invasivo de un estado central choca con la libertad del individuo, ese ideal supremo que – en teoría – debería caracterizar a los partidos de derecha.

Pero a pesar de estas preferencias, sería equivocado equiparar izquierda-derecha con centralización-descentralización. Los ideales de la izquierda y la derecha pueden ser perseguidos en principio con cualquiera de las dos arquitecturas sociales, al fin y al cabo, cuál es el objetivo último – maximizar igualdad o libertad – es una cuestión diferente a qué configuración social usamos para conseguirlo.

Tal vez lo que le resulta antipático del mercado a muchos en la izquierda no es que intrínsecamente conduzca a la desigualdad sino más bien que no hay nadie a cargo y en últimas no hay ningún responsable al qué culpar cuando las cosas salen mal. Y lo que tal vez le resulta odioso de un gobierno grande a muchos en la derecha no es que estos necesariamente reduzcan las libertades individuales, sino que reconocen que una institución centralizada, con su papel de garante, es proclive a ser capturada por intereses que no son los de la sociedad en general.

Así pues, la preferencia por centralización o descentralización no es una cuestión de izquierda o de derecha, sino que abre una dimensión diferente de preferencias en base a la desconfianza. Mientras que unos desconfían de estar a la deriva sin un capitán, los otros desconfían que sea el capitán mismo el que termine por hundir el barco.

El Leviatán y el CEO.

Tal vez suena como una consideración técnica solamente, pero en el fondo creo que la predilección que tengamos por arquitecturas centralizadas o descentralizadas revela al mismo tiempo una creencia personal más profunda, una relacionada a cómo vemos la naturaleza humana.

Para Thomas Hobbes, el filósofo inglés del Siglo XVII, la naturaleza humana no es que fuera intrínsecamente mala sino simplemente que era incompatible con las necesidades y sacrificios que se requerían a nivel individual para poder vivir en sociedades grandes. Dejados en libertad, los humanos buscaríamos competir en lugar de cooperar, todo restringido por una visión cortoplacista y de beneficio propio. La naturaleza humana por lo tanto debía ser doblegada a un Leviatán, un dios mortal al que debíamos “nuestra paz y defensa”. Al Leviatán le entregamos parte de nuestras libertades a cambio de que él organice la sociedad.

Aunque a nivel práctico lo que Hobbes hacía era una defensa a la corona y a Carlos II alrededor de los años de la guerra civil inglesa, su pensamiento trasciende el asunto de la monarquía y más bien plantea de manera general la necesidad de que alguien esté a cargo y pueda organizar la sociedad. La alternativa es quedar atrapado en el caos producido por millones de individuos, cada uno persiguiendo satisfacer los apetitos propios, dejando “un temor constante y el peligro de sufrir una muerte violenta; y la vida del hombre [volviéndose] solitaria, pobre, sucia, brutal y breve”.

Un aspecto sutil pero definitivo que hace al Leviatán un ser tan especial, es la visión global que tiene para tomar acciones y resolver problemas. Incluso antes de que él haya decretado la primera ley, ya ha ocurrido una transferencia crucial de libertades cuando reorganiza la sociedad para hacer una lectura invasiva de sus súbditos. Este es un punto que expone brillantemente James Scott en su libro “Seeing Like a State”, quien observa como una infinidad de fenómenos sociales corresponden a la manera como el estado tiene que simplificar la rica información local para lograr tener una visión centralizada. La creación de los apellidos, la estandarización de pesos y medidas, la unificación de lenguajes bajo un mismo conjunto de reglas, y el diseño de las ciudades son todos ejemplos de imposiciones arbitrarias que hace el estado para poder entender globalmente la sociedad.

Hobbes entonces no solo nos habla de la naturaleza humana esencialmente caótica, sino que también prescribe un antídoto para esta: Centralismo y jerarquía. Y aunque en nuestros tiempos ya no vivimos bajo el yugo de un monarca todopoderoso, si vivimos en sociedades esencialmente Hobbesianas, dominadas por estructuras centralizadas y jerárquicas – gobiernos, ejércitos, corporaciones – a las que rendimos parte de nuestras libertades a cambio de que estas organicen nuestra existencia colectiva.

Para Hobbes, el “open source” tal vez sería un fenómeno incomprensible, tal vez efímero, condenado a devorarse a si mismo. ¿Cómo puede una actividad social coordinarse y liberarse así de la brutalidad si no hay un Leviatán a cargo?

Nadie va a estar a cargo.

Una regla rápida para determinar si un sistema es centralizado o no es preguntar quién está a cargo. Dos conocidos episodios, que en retrospectiva resultan cómicos, ilustran este punto. La primera anécdota es la del burócrata ruso quién, en visita a Inglaterra después del colapso de la Unión Soviética y buscando entender el modelo económico de un país occidental, le preguntó desconcertado al economista Paul Seabright quién estaba a cargo del suministro de pan den Londres. Que no existiera en Whitehall una Oficina para Asuntos Pasteleros le resultaba absolutamente desconcertante al visitante.

La segunda es la que cuenta el CEO americano David Garrison sobre su viaje de negocios a Francia en 1995, cuando estaba recaudando capital para Netcom, una empresa proveedora de servicios de internet. Los potenciales inversionistas habían quedado impresionados con la recién nacida tecnología, pero a todos les surgió una pregunta natural: ¿Quién era el presidente de esa internet? Cuando Garrison respondió que nadie, los franceses quedaron confundidos e indignados. ¿Era un problema de la traducción? ¿O acaso un chiste? Lo que siguió entonces fue una larga e insufrible interrogación por parte de los inversionistas que cada vez entendían menos de lo que hablaba el empresario. Finalmente, cuando Garrison se dio cuenta que no había poder humano de hacerse entender, rendido y agotado decidió conceder: “Vale, vale, … ¡Yo soy el presidente de internet ¡” – lo que llenó de júbilo a los franceses.

El mercado e internet son dos fascinantes tecnologías que muestran el poder de la descentralización. Aunque en ambas actúan personajes con gran protagonismo, al final del día su suerte no la decide ni un Leviatán ni un comité centralizado. Esa ausencia de garantes, de nodos centrales que toman todas las decisiones, es la que les confiere esa distintiva robustez a los sistemas descentralizados. Cuando hay un colapso en un sistema descentralizado, este se puede resentir, pero no sucumbe totalmente, su arquitectura misma le permite volver a reconstruirse y seguir adelante.

Lo mismo no ocurre necesariamente con las estructuras centralizadas, tan fácilmente capturadas por intereses particulares y mezquinos. Esa fragilidad me resulta angustiosa, y aunque se perfectamente que no todo problema puede resolverse con una configuración descentralizada, si veo con optimismo todos los esfuerzos que buscan revertir el status quo en el que prevalecen instituciones monolíticas y centralizadas que concentran todo el poder. Ese poder total y único que le permite a un Leviatán cualquiera invadir a Ucrania un jueves cualquiera.

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