
Observadores del Crimen
Es un apacible sábado en Bogotá. Una suave brisa refresca el calor que se ha acumulado desde la mañana, y ahora a las tres de la tarde la temperatura es perfecta para que los capitalinos salgan a dar una vuelta. El Parque de la 93 está repleto, con familias almorzando en los costosos restaurantes de la zona, parejas caminando cogidas de la mano, y alguno que otro solitario sentado a la sombra de algún árbol mientras lee.
El café Juan Valdés que está en la esquina sur-oriental del parque está bastante concurrido pero sin llegar a reventar. Todas las mesas están ocupadas, y mientras una fila de media docena de personas aguarda llegar a la caja para hacer su pedido, otros tantos esperan recibir sus tintos hirvientes y sus arepas, sus cafés helados y sus tortas de chocolate.
Un hombre de chaqueta negra, jeans pálidos y zapatillas deportivas blancas entra al café con su casco de motociclista aún puesto. Pasa entre las mesas y se dirige con determinación hacia la fila, hacía un hombre de unos sesenta años de camisa de jean y pantalones oscuros, que revisa impávido su celular. El hombre del casco saca de su bolsillo una pistola y le apunta a la cabeza: “Deme su celular” – grita. Sin titubear, el segundo estira la mano en estado shock, y el primero le rapa su teléfono móvil. Da unos pasos atrás mientras sigue encañonando a su víctima, gira sobre sus talones, y sale a correr, el arma empuñada en una mano y el botín de su hurto en la otra. Cuando llega a la calle salta al puesto trasero de una moto que lo había estado esperando con el motor prendido todo este tiempo. Su piloto no espera ni un instante y acelera el vehículo a fondo, emprendiendo la huida hacia la Carrera 11. Toda la acción no toma más de diez segundos.
Un hombre musculoso de camiseta verde que estaba en la misma fila del hombre a quien han robado sale a perseguir a los delincuentes mientras ruge “¡Hijueputas! ¡Ladrooones!” Cuando lo ve, otro que ha estado todo el tiempo en esa esquina del parque, vistiendo ropas casuales pero que claramente pertenece a los esquemas privados de seguridad de la zona, desenfunda su arma y sale a correr también detrás de la moto. Algunos gritos más: “¡Policía! ¡Policía!” y de pronto una segunda moto irrumpe en la escena para unirse a la persecución de los ladrones, sus dos tripulantes vestidos también de civil, el parrillero empuñando visiblemente una pistola.
Pero todo es en vano. Para después de tan solo unos minutos, ya han vuelto al café el hombre de la camiseta verde, el otro que salió a correr con la pistola desenfundada, y los otros dos vigilantes que iban en moto. En el café, todos hablan con ansiedad de lo que ha pasado, los chicos y chicas que trabajan ahí visiblemente conmocionados. Llega una patrulla de la policía y luego otra. Empiezan a hablar con el administrador del local y con la gente de seguridad.
El hombre al que han robado es un poco mayor pero su contextura robusta no delata fragilidad, con sus puños aún podría defenderse de un atacante si acaso este no lo amenazara con una pistola. Alguien le presta un celular. Con voz contrariada pero sin perder la compostura dice a su interlocutor “Me acaban de atracar”, y su mano izquierda tiembla levemente.
Y yo estoy ahí, en primera fila, viendo todo este desmadre. Para cuando comenzó, yo llevaba ya una hora en este lugar escribiendo mi próxima entrada del blog, sentado en una mesa al lado de un gran ventanal que da hacia la calle, la más próxima que da a la puerta de salida. Ahora que todo empieza a calmarse, miro alrededor. Soy el único que tiene en ese lugar un computador portátil y un celular, ambos desparramados ahí sobre la mesa, trofeos aún más simples de arrebatar que el que se han llevado ya. “¿Por qué no me atracaron a mi?”, pienso desconcertado. Pero no me entretengo con la idea mucho tiempo. Guardo mis cosas, y salgo de ahí prontamente, lo que quiera que fuera a escribir puede esperar a que llegue al apartamento. Más aún, “tal vez sea mejor evitar del todo hacer estas salidas a escribir” pienso mientras me alejo. Cualquier colombiano te lo dirá: No hay que dar papaya. Nunca.
La industria de celulares robados
Un atraco como el que vi ayer es solo una anécdota y realmente uno no debe leer mucho en el. Sin embargo hay un par de reflexiones que me surgieron después de este evento.
La primera es simplemente sobre el papel que juega el robo de los celulares en una ciudad como Bogotá, y en un país como Colombia. La misma historia que acabo de contar, se debió repetir ayer mismo otras 120 veces más en todas partes de la ciudad, unas 45 mil veces a lo largo del año. Ayer, el hombre al que robaron, y en realidad todos los que estuvimos en ese café, corrimos con suerte: nadie salió herido. Pero repite 45 mil veces una acción violenta y con toda seguridad en algún momento algo te va a salir terriblemente mal. No hay que buscar mucho en las páginas de los periódicos para encontrar historias de personas que murieron en el 2020 por ser victimas de robos de celulares.
En este blog he escrito sobre la violencia en Colombia, pero siempre enfocándome en las dinámicas generales del conflicto. Y tiene sentido arrancar por ahí, después de todo este país lleva sumergido en guerra desde los años 40 y no hay visos de que esta vaya a frenar en esta década. En una taxonomía arbitraria, el robo de celulares podría aparecer simplemente entonces como la forma más benigna de violencia, tal vez una que pueda esperar a que las otras formas más letales sean resueltas primero.
Y aunque esto es más o menos cierto, uno no puede dejar de desconocer que de lo que estamos hablando aquí es de una empresa criminal de gran escala, no simplemente de un par de bandidos que estén emulando a Butch Cassidy y al Sundance Kid. Los dos atracadores de ayer no volvieron a su casa después de la aventura con la euforia del crimen y la adrenalina de la persecución, para ponerse a ver que hacían con el celular robado o preguntarle a un vecino si estaría interesado en hacerse con un nuevo teléfono. Claro que no.
El celular que fue robado ayer en ese Juan Valdez debió pasar en cuestión de una hora por las manos de varias personas, que lo transportaron con sigilo hasta una base local de operaciones a donde habrían llegado ya decenas más de celulares hurtados ese mismo día. Tan solo algunas horas más, y el mismo celular ya va en camino a quien sabe que base nacional a donde llega la mercancía robada de muchas ciudades en Colombia. Una industria criminal que se hace con casi un millón y medio de celulares robados al año en todo el país, requiere de organizaciones que monopolicen las diferentes etapas en la cadena de suministro. Informáticos, mecánicos, equipo de ventas, contadores, personal de seguridad, personal de logística, y claro, ladrones. Los atracadores que vimos ayer en el café fueron simplemente dos miembros visibles de una estructura que debe ser extensiva y profunda.
El ecosistema de violencia en Colombia no es uno de agentes dispersos que van por ahí haciendo sus fechorías sin relacionarse con otros. Las bandas de atracadores deben tener necesariamente canales de comunicación con grupos criminales a los que sirven o por quienes son servidos. De forma explicita o no, todos forman agrupaciones más grandes que focalizan violencia y que a su vez se unen otras tantas que manifiestan la criminalidad en otras actividades o en otra zonas. Al final con lo que uno queda es con una maraña de interconexiones que nutren las acciones violentas, desde el hombre del casco que desenfundó su pistola ayer en ese Juan Valdez, hasta los grandes ejércitos ilegales que hacen presencia regional.
Observadores inútiles
Mi segunda reflexión es sobre la inutilidad de los testigos del atraco – pero no me refiero a los de tipo humano. Claro, las veinte personas que estábamos en ese café ayer por la tarde quedamos a merced de uno solo que empuñaba el arma, cada uno haciendo un cálculo rápido de beneficio-riesgo, su resultado más que obvio para todos, un celular vale menos que una vida, ciertamente menos que la mía.
Pero nosotros no fuimos los únicos que vimos el asalto. Las cámaras dentro de Juan Valdez y en la calle por donde huyeron los atracadores registraron todo lo que pasó. Lo perturbador es darse cuenta que las máquinas resultaron ser tan inútiles como los humanos, pero la excusa de estas son menos aceptables que las de aquellos.
Después del robo, la policía llega relativamente rápido, un agente pregunta con ansiedad e insistencia a la administradora del local que le den cuanto antes la información de lo que habían captado las cámaras dentro del local, la placa de la moto por lo menos, ella mientras tanto pegada al teléfono habla con algún supervisor de la cadena de cafés. “Un momento” – le pide la administradora al policía, y este, rabioso, echa humo por las orejas, piensa que cada minuto, cada segundo cuenta en la persecución de los ladrones. Finalmente a ella le llega la razón, esperanzada le dice al policía “Ya me dijeron de lo de la cámara, que más o menos en una hora llamemos y ya nos tienen la placa de la moto”, el policía abre los ojos y queda boquiabierto, como si fuera un personaje de una tira animada, queda derrotado antes de siquiera poder mostrar su valor en las calles de Bogotá, y regresa a donde sus compañeros a decirles que aquí ya no hay mucho que hacer.
Algunos políticos y comentaristas califican con sorna la idea de poner cámaras de vigilancia por toda la ciudad. La propuesta les parece superficial y tecno-solucionista, esa vertiente que hay por estos días en todas partes que creen que la inteligencia artificial, el “big data”, el “blockchain” y las “smart cities” van a resolver todos los problemas de esta jungla de manera milagrosa. Yo comparto un poco ese sentimiento, pero no soy tan mordaz como para desechar por completo herramientas que a todas luces pueden ser valiosas.
El impacto que tienen las cámaras de seguridad ha sido estudiado con rigurosidad y se pueden encontrar varios artículos académicos que miden su efectividad. Uno de relevancia es el publicado el año pasado por Santiago Gómez, Daniel Mejía y Santiago Tobón, “The Deterrent Effect of Surveillance Cameras on Crime”.
En el artículo, los investigadores analizan el efecto del programa de instalación de 448 cámaras de seguridad en Medellín, durante 2013 y 2015. Concluyen que hay evidencia estadística para concluir que estas fueron responsables de una disminución de 19% de la criminalidad en las zonas donde se hizo la intervención. Esta es una cifra que cualquier ciudadana pragmática recibiría con entusiasmo.
Los investigadores también subrayan que la reducción de criminalidad no es porque se logren prevenir mejor los crímenes, sino porque las cámaras disuaden a los criminales a cometer sus actos en esas zonas específicamente. Sin embargo, los investigadores no pueden concluir decisivamente si la criminalidad se desplaza o no a zonas no monitoreadas.
Estas tres observaciones – que las cámaras si disminuyen la criminalidad, que lo hacen por disuasión, y que es difícil concluir que pasa más allá de su rango de cobertura – son observaciones que van en línea con las de otros estudios similares hechos en otras partes del mundo.
La anterior administración de Bogotá instaló miles de cámaras de seguridad, y en este momento estas suman mas de 4800. Cuál ha sido el impacto de estas en la criminalidad es algo que no he podido encontrar, pero a juzgar por la audacia y atrevimiento de los atracadores de ayer, por lo menos ellos dos no fueron disuadidos por la existencia de ninguna de ellas.
Algo me dice que las cámaras instaladas por la Alcaldía no son menos inútiles que las que tiene instaladas en Juan Valdez. En una declaración de hace un par de meses, la alcaldesa Claudia López “reconoció el esfuerzo de la administración anterior por instalarlas, pero dijo que no sirve de nada tenerlas sino se pueden usar contra el crimen”. Y esto es porque no han encontrado una manera de poder monitorear constantemente toda la información que les debe estar arrojando este sistema de vigilancia. Por eso, están buscando “un sistema artificial que permita reconocer patrones y rostros de personas que sistemáticamente cometen delitos”.
El poder disuasivo de las cámaras no viene por arte de magia sino porque los criminales tienen que percibir que estas son efectivas si se llegan a utilizar. La evidencia apunta a que ayudan a combatir el crimen, pero para esto tienen que estar funcionando y tienen que estar integradas al resto de sistema de seguridad de la ciudad.
Es un poco desconcertante ver que hasta ahora en Bogotá se estén buscando maneras de hacer funcionar correctamente un sistema de cámaras que ya está instalado y por el que se pagó bastante dinero. El costo por cámara es de 10 mil dólares por instalación más otros 5 mil al año para energización, conectividad por fibra óptica y mantenimiento.
Es posible que aun con cámaras de seguridad, bien instaladas y correctamente monitoreadas, el atraco de ayer de Juan Valdez hubiera ocurrido de todos modos, sin embargo, eso no lo sabremos nunca. Lo que si sabemos es que un montón de cámaras a las que nadie les está poniendo cuidado, son tan solo observadoras de la criminalidad, pero tan inútiles como lo fuimos todos los ciudadanos que salimos ayer a ese Juan Valdez, a disfrutar una sosegada tarde de Sábado en Bogotá.