
Lunes por la mañana
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Las motivaciones y los incentivos son dos cosas que se parecen pero en realidad son bien diferentes. En mi trabajo, por ejemplo, me motiva aplicar mis conocimientos y habilidades, resolver problemas complejos en un campo que encuentro apasionante y ver que mis productos tienen un impacto positivo en mis clientes. El incentivo es mucho más mundano: devengo un salario por hacer todo esto. La motivación viene de mi interior mientras que los incentivos vienen de afuera y ayudan a alinear lo que yo hago con lo que mi empleador quiere que yo haga. No sé el caso de ustedes, pero creo que la firma para la que trabajo haría una apuesta arriesgada si sólo confiara en mis motivaciones para que yo apareciera cada lunes por la mañana en la oficina.
Aunque pueden parecer un tanto triviales e inconsecuentes, la verdad es que los incentivos juegan un papel crucial en la manera como actuamos, y cuando estos no están bien diseñados pueden provocar un desastre. Durante los años anteriores a la crisis de 2008, los bancos recompensaban a sus mesas de dinero en relación a los ingresos brutos que lograban hacer, olvidando por completo que eso incentivaba indirectamente a tomar cada vez riesgos más altos que se apilaban en los libros contables y que terminaron por infectar a todo el sistema financiero.
La lista de ejemplos de incentivos mal alineados con consecuencias inesperadas es larga y muchos se pueden encontrar en Freakonomics, ese divertido libro de Steven Levitt y Stephen Dubner. Para ambos autores todo esto es tan fundamental que no dudan en afirmar que la Economía, en esencia, es el estudio de los incentivos.
En nuestras democracias, los políticos deben trabajar para todos nosotros así que es natural preguntarnos ¿Qué incentivos les estamos dando para que hagan su trabajo cada semana? Aunque estoy seguro que el salario que reciben juega un papel importante, no dudo que el incentivo más poderoso que les damos a los políticos es la promesa del voto. Nuestro sistema electoral transforma los votos en la moneda corriente del poder político y hace que su aritmética sea más bien sencilla: entre más votos tengo, más renta política puedo extraer.
Si seleccionáramos a nuestros gobernantes de acuerdo a aquellos que tuvieran mayor fuerza física, incentivaríamos a nuestros políticos a pasársela en el gimnasio levantando pesas y haciendo abdominales. Aunque sus motivaciones fueran altruistas y tuvieran la genuina convicción de que querer ayudar a los demás, la verdad es que seríamos gobernados por un grupo de personas obsesionadas con incrementar o mantener su masa muscular.
En nuestro sistema actual damos el poder político a aquellos que logran ganar ese concurso de popularidad que llamamos las elecciones democráticas y los incentivos que terminamos dando no son menos ridículos a los de mi ejemplo anterior. Ya había hablado en una entrada anterior sobre lo defectuosas que resultan las elecciones en poblaciones grandes y en parte eso se debe a que seducir a un grupo de millones de personas requiere habilidades diferentes a las de convencer a un grupo pequeño de sólo algunas decenas.
Así pues, vemos a nuestros políticos en campaña abrazando desconocidos, alzando bebes que lloran, bailando con las jóvenes del barrio, recibiendo regalos de los niños de la escuela del pueblo, dando discursos montados en algún tarima. Pero más que nada, los vemos prometiendo. Prometiendo esta vida y la otra, prometiendo que todo va a ser mejor si votamos por ellos, prometiendo que su plan de gobierno no solo es factible sino que también necesario, prometiendo que ellos son el mejor del lote. La consecuencia inesperada de incentivar a los políticos con la promesa del voto es que los transformamos en unos seres obsesionados con la aceptación de los demás, tal vez “conectados con la realidad del pueblo”, pero desconectados por completo de sus propias habilidades y limitaciones.
Esto de por si ya es malo, pero palidece ante la otra gran consecuencia que tienen los incentivos electorales sobre nuestros políticos: la promesa de aumentar su caudal de votos afecta negativamente su capacidad de tomar decisiones. Hay muchas maneras en las que esto sucede, una de ellas, por ejemplo, es que un político, incluso si tiene motivaciones altruistas, está más incentivado a resolver problemas menos relevantes en vez de atacar los que genuinamente son importantes para la sociedad.
Si uno recuerda que el trabajo de un político consiste fundamentalmente en tomar decisiones, cualquier perturbación que haya sobre su capacidad para hacerlo debería estudiarse con mucho cuidado. La buena noticia es que ya llevamos décadas estudiando este fenómeno y tenemos una buena idea de cómo las elecciones afectan el comportamiento de nuestros políticos. Desde los años cincuenta han habido toda suerte de avances en esa esquina de la Economía que es la Teoría de la Elección Pública cuyo foco es precisamente el modelaje y estudio de los políticos como agentes económicos. Algunos nombres claves de pioneros en esta área son Kenneth Arrow, Anthony Downs y James Buchanan.
La mala noticia es que a pesar de lo mucho que sepamos sobre el incentivo negativo que tiene el voto sobre los políticos, estamos lejos de aceptar que las elecciones son imperfectas o reconocer que ha llegado la hora de reemplazar esa tecnología obsoleta y tóxica.
¿Podemos diseñar un sistema democrático para escoger a nuestros gobernantes en el que sus incentivos estén bien alineados con el bienestar de la sociedad?